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Bajo la sombra de "la nueva normalidad"

Dirección de Empresas
01/07/2020
Bajo la sombra de la nueva normalidad

Reconozco que el título de este escrito no denota −propiamente− un despliegue de creatividad de mi parte. Aunque se ha escrito mucho sobre la “Nueva Normalidad”, quisiera hacer una reflexión más para llamar la atención sobre algunos aspectos que considero esenciales y que pueden estar quedando al margen de la discusión. El diminuto “bicho” que se coló sigilosamente en nuestras vidas –y que ha hecho todo tipo de estragos− no solamente nos cambió la vida, sino que nos tiene en pena por el desconcierto que reina ante las incertidumbres del regreso.

Me viene a la mente el verso de la canción 'El regreso' del compositor caucano Efraín Orozco, que dice: “Qué lindo es volver, al hogar nativo, y poder recordar, con los viejos amigos, la dulce infancia”. Cuánto anhelamos ese reencuentro con los colegas y amigos para compartir y recordar los “viejos” tiempos, que de viejos nada tienen, porque fue hace apenas escasos meses cuando, un buen día, despertamos confinados sin siquiera darnos cuenta; pero lo cierto es que están resultando interminables. Y sí, con el pasar de los años vendrá a nuestra mente esa “dulce infancia”, aquellos tiempos en los que podíamos disfrutar de un apretado abrazo y conversar en la intimidad sobre esos desprevenidos pero amenos temas que solo una entrañable amistad sabe apreciar.

Lo cierto es que nada volverá a ser igual. Una afirmación que se convierte en lapidaria si no tenemos una respuesta razonable de lo que vendrá. ¿Y qué vendrá? Como se diría al mejor estilo costumbrista, “vaya usted a saber”, mi querido Porfirio. Nadie lo sabe, lo único seguro es que las cosas van a cambiar.

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El COVID-19 puede estar marcando un punto de inflexión en el estilo de vida de la humanidad. Pero ¿es que acaso el “estilo”, o, como se dice hoy, la “calidad” de vida marca el destino de una persona? La vida será para cada uno lo que decida que sea. No podemos olvidar que somos dueños de nuestro destino, y que cada uno es libre de asumir la realidad con la actitud que mejor le parezca. Como decía popularmente el compositor bielorruso, Irving Berlin, “la vida es un 10% lo que haces y un 90% como te lo tomas”.

Recordemos que uno de los grandes hallazgos de Víktor Frankl en el campo de exterminio de Auschwitz fue precisamente el concepto de la libertad interior: esa capacidad de elegir una actitud personal ante las circunstancias de la vida, por difíciles que nos resulten. Quiere decir que podemos decidir ser felices, aún en medio de la escasez, el dolor y el sufrimiento; ni más ni menos.

Lo curioso es que, en muchas ocasiones, nos dejamos llevar por el sentir de los demás, por lo que es “normal” sentir ante determinadas realidades, y nos privamos de nuestra propia manera de pensar y de ver las cosas. Como leí en un escrito que llegó en estos días a mis manos, no todos los que se asoman a la misma ventana ven cosas similares; depende de la mirada de cada uno. La riqueza del ser humano está precisamente en esa capacidad de interpretar desde su propia interioridad el acontecer de los días.

No deja de inquietar que esa nueva normalidad que acapara la atención de propios y extraños se reduzca a un asunto meramente epidérmico. Si se trata de cambiar los hábitos de vida, de decidir sobre el nuevo modelo de trabajo −o si la educación va a ser presencial, virtual o con alternancia− o del uso de tapabocas y demás medidas de bioseguridad para ingresar a los lugares públicos como centros comerciales, restaurantes, cines, etc., si ese tipo de cosas son las que realmente nos están preocupando, nos hemos quedado en la superficie. No digo que estas cosas no sean de interés en la inmediatez del diario vivir, pero si nos quedamos ahí, lo que nos vamos a encontrar es una normalidad disminuida, o −como comentaba un colega del IESE−, una “realidad descafeinada”. De ser así, al final no habremos aprendido nada.

Si es verdad que las crisis son motores de cambio y transformación, la tarea que debemos realizar es mucho más profunda. Esta pandemia que nos azota debería ser una oportunidad para hacernos las preguntas acerca de lo que importa de verdad, de la esencia de la vida: quién soy, de dónde vengo, para dónde voy; preguntas que solo se pueden responder desde la serenidad y la quietud del alma que clama por una vida más digna, más humana. Se trata de cuestionarnos si vamos por el rumbo correcto o si, por el contrario, es hora de dar un viraje. Revisar el estado de esas palancas que mueven las fibras más profundas de nuestra existencia, aquellas que dan respuesta a los anhelos de una plena realización de la persona. No nos podemos olvidar de que el destino del hombre sobre la tierra es ser feliz, alcanzar la plenitud de vida, la vida lograda.

Y en esa reflexión se hace necesario voltear la mirada hacia la familia, ese lugar en el que todos somos aceptados y queridos por lo que somos, sin importar si ocupamos una determinada posición en la sociedad o en la empresa, ni cuánto dinero ganamos. La familia es el lugar del amor por excelencia, el único lugar en el que el amor incondicional está asegurado. Un lugar en el que el papel de padre o madre es insustituible; es ahí en donde está el verdadero futuro. No solo el nuestro y el de nuestros hijos, sino, también, el futuro de la humanidad. Si nos hemos de cuestionar en serio acerca de la nueva normalidad, no podemos pasar por alto el valor de la familia. En último término, nada de lo que hagamos por la familia quedará en el vacío.

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Es verdad que para algunos la convivencia familiar habrá resultado difícil por momentos, pero con seguridad ha sido también fuente de satisfacciones y de alegrías. Ha sido una oportunidad para compartir momentos gratos y celebraciones familiares más íntimas; para tener esas conversaciones pendientes sobre temas relevantes que no habíamos tenido por falta de un ambiente propicio. También, quizá, para abordar en familia temas trascendentes que solo el sosiego espiritual permite tratar: el dolor, la tristeza, la soledad, la pobreza, la enfermedad, y hasta la misma muerte; todos, de alguna manera, nos hemos acercado a alguna de estas realidades tan difíciles. Lo cierto es que al final de esta pandemia habremos aprendido a ser más pacientes, más comprensivos, más humanos.

Uno de los factores que afectan la convivencia familiar es la rutina, ese acostumbramiento que nubla la mente y adormece el espíritu. Algo tan propio del ser humano pero que hemos de combatir a toda costa so pena de hundirnos en la acidia, esa enfermedad del alma que nos consume cuando se enfría el gozo del amor. Una de las ganancias del confinamiento es que ha despertado la creatividad en todos los ámbitos, y la familia no es una excepción. Los padres han tenido que inventarse toda serie de juegos y distracciones para hacer más llevadero a sus hijos el encierro. Habrán aflorado toda suerte de talentos y habilidades que antes estaban dormidos; en fin, tantas cosas a las que estábamos acostumbrados pero que ahora vemos con ojos nuevos.

Si algo ha quedado claro en esta pandemia es la vulnerabilidad. Se han evidenciado todos nuestros temores e inseguridades: la fragilidad propia de la condición humana que estaba muy bien resguardada. Todos hemos tenido que vivir un aterrizaje forzoso en las esquivas esferas de la humildad; hemos comprobado que no somos tan poderosos como pensábamos, ni tan independientes como quisiéramos; nos hemos encontrado de pronto con la fragilidad y la impotencia de aquel que no se basta a sí mismo, y que necesita del apoyo de alguien que le ayude a resolver sus inquietudes y temores. El mito del Rey Midas ha sido derribado sin contemplaciones.

También para la empresa ha llegado la hora de la reflexión y, por qué no decirlo, de la enmienda. Una de las cosas que ha evidenciado la crisis es que las empresas estaban menos preparadas para operar con trabajo remoto o para enfrentar la virtualidad de lo que sería deseable. No obstante, eso se pudo resolver de manera relativamente rápida y efectiva. Pero, nuevamente, ese es un aspecto meramente accesorio. El fondo del asunto está en revisar hasta qué punto los niveles de crecimiento desmedido en aras de ganar participación en el mercado, han puesto en riesgo la sostenibilidad de las empresas; o, en qué medida, el excesivo afán por maximizar el beneficio económico ha exigido de las personas un esfuerzo, más allá de lo razonable, para alcanzar las metas y cumplir los objetivos, empezando por los mismos directivos.

Esta crisis debe servir para examinarnos y replantear la concepción que se tiene de la empresa y su finalidad. Siendo la empresa una comunidad de personas que busca conseguir unos objetivos sociales, entre ellos la generación de riqueza económica, es deber suyo velar también por el desarrollo y bienestar de los colaboradores, incluidas sus familias. Es evidente que las largas jornadas a las que suelen estar sometidos los profesionales, impiden la armonía vital que exige cualquier proceso de desarrollo humano. Si esto no se corrige, si las empresas no se deciden a moderar un poco sus estándares, seguiremos teniendo directivos en una lucha desenfrenada por alcanzar resultados, a costa de su salud, su familia y su equipo. Difícil construir así una sociedad sana.