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¿Quién perdonará a las empresas que parezcan abusivas?

Dirección de Empresas
03/04/2020

Por Juan Manuel Parra, profesor de Dirección de Personas en las Organizaciones de INALDE.

 

Al terminar esta pandemia, la gran diferencia se verá en las empresas que piensen en dónde y cómo agregar más valor, en contraste con las que pretendan extraerlo para su beneficio.

Las leyes de mercado suelen ser insuficientes para responder a crisis humanitarias. El potencial impacto sobre la población es tan grande, que si los tres actores institucionales relevantes (gobierno, empresas y organizaciones sociales) no trabajan juntos y orientan sus esfuerzos alrededor de un propósito común, y se quedan esperando que los otros resuelvan el problema, la pandemia puede desbordar la capacidad del solo Estado y generar millones de víctimas.

Medicamentos en una pandemia

Un popular caso de Harvard Business School, escrito por el profesor Rohit Deshpandé, que narra la pandemia del VIH-SIDA en los años ochenta y noventa, por ejemplo, muestra lo que fue una larga guerra política y económica de empresas de medicamentos genéricos en India contra las grandes farmacéuticas. Estas últimas habían desarrollado la molécula que permitió los tratamientos con ARV (antiretrovirales) necesarios para combatir la enfermedad, a pesar de que entre el 50 y el 70% de los costos de investigación y desarrollo y de pruebas clínicas habían sido aportados por el Gobierno norteamericano con los impuestos de los ciudadanos. Aun así, los tratamientos salieron a US$12 mil dólares, lejos de la capacidad adquisitiva de la gente pobre en países en vía de desarrollo (como India, Suráfrica y la mayoría de países latinoamericanos).

Productoras de medicamentos genéricos como Cipla, en India, copiaron la molécula para colocar el tratamiento en esos mercados a un precio más cercano a la realidad del problema. Con apoyo de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y organizaciones como Médicos sin Fronteras o la Fundación Clinton, trataban de contener una pandemia que al 2009, solo en África Subsahariana, alcanzaba 22,5 millones de infectados de 33 millones de personas en el mundo. Las grandes farmacéuticas, con apoyo de la Organización Mundial del Comercio (OMC), demandaron a gobiernos como el de Suráfrica, cuando Nelson Mandela era su presidente, por haber aprobado leyes que permitían la producción y venta de esos genéricos. Las multinacionales intentaban defender los derechos consignados en las leyes de patentes, que les permitían producir y distribuir los ARV de forma exclusiva por 20 años a altos precios. Así, había dos derechos legítimos en conflicto: las multinacionales defendían su derecho a la propiedad privada, mientras los gobiernos de los países en vía de desarrollo daban prioridad a los derechos a la vida y la salud de la población.

Al final, los tratamientos de ARV bajaron de US$12 mil dólares anuales a menos de US$300 dólares, poniendo estos medicamentos al alcance de millones de personas y de los programas de salud de los gobiernos y las fundaciones que los distribuían entre la gente más pobre.

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Un documental de Netflix, “Fire in the blood”, da cuenta de esta batalla que no se ha ganado, pues la enfermedad no ha desaparecido. El tratamiento contra el VIH demoró en surgir, pero pocos mueren hoy de eso. Pero, de no ser por las empresas de genéricos, el impacto social hubiera sido muchísimo peor. Y si bien se requirió de unos que produjeran un tratamiento efectivo (las grandes farmacéuticas), también fueron importantes otros que se preocuparan de que los más necesitados lo recibieran (gobiernos, organismos internacionales humanitarios y productores de medicamentos genéricos). En 2017, Colombia tuvo una batalla similar contra Novartis por el precio de un medicamento contra el cáncer, al cual el Ministro de Salud del momento, Alejandro Gaviria, declaró de “interés público”, para frenar –según dijo en una entrevista a El Heraldo- “abusos inaceptables de una posición dominante que empezaron a ser corregidos”, función de las exageradas “utilidades de las compañías farmacéuticas, intermediarios y, en algunos casos, hospitales”.

Elementos de primera necesidad en desastres naturales

Los desastres impactan también a países ricos, donde este problema se vuelve a hacer notorio, como lo relata Michael Sandel en su libro “Justicia: ¿Hacemos lo que debemos?”. En agosto de 2004, el Huracán Charley causó 22 muertos y US$11 billones de dólares en pérdidas en Florida (Estados Unidos). Al estar en verano, las estaciones de gasolina aumentaron el precio de las bolsas de hielo de US$2 a US$10, aprovechando que no había casi suministro de energía; los contratistas que talaban los árboles caídos sobre los techos de las casas subieron sus precios a US$23 mil dólares por quitar un máximo de  dos árboles; ciertas cadenas de retail con elementos de construcción aprovecharon para subir las pequeños generadores eléctricos caseros de $250 a US$2 mil dólares; y los moteles de carreteras que solían cobrar US$40 dólares por una noche, cobraron a gente que huía del huracán –incluyendo ancianos y gente discapacitada- hasta US$160 dólares.

Los ciudadanos de Florida enfurecieron y diarios como USA Today titulaban: “Después de la tormenta, llegan los buitres”. Ante más de dos mil quejas recibidas por infringir las normas contra la especulación de precios, el Fiscal del Estado consideró sorprendente cómo “el nivel de codicia que algunos tienen en su alma debe ser muy grande como para querer tomar ventaja de quienes sufren en momentos de un desastre”.

Mientras los filósofos recurrían a la tradición de siglos sobre el “precio justo”, en función del valor intrínseco de las cosas, economistas defensores del libre mercado defendían lo contrario, pues la oferta y la demanda regían los precios según el valor que los bienes adquieren dependiendo de su escasez, por lo que no podía existir tal cosa como un “precio justo”.

Un economista argumentó que “la indignación pública no justifica interferir con el libre mercado”, pues es un incentivo para que los productores aumenten la oferta de los que se necesita, con lo cual esos precios exorbitantes “hacen más bien que mal”. Y añadió: “Satanizar a los comerciantes no acelerará la recuperación de Florida. Dejarlos hacer sus negocios sí lo hará”. El Fiscal, que eventualmente sería elegido gobernador del Estado, recordó que no estaban en una situación de libre mercado normal, en la cual los consumidores podían libremente escoger si comprar o no, y a quiénes, pues en medio de grandes emergencias los ciudadanos no tienen esa libertad para decidir, ya que las gravísimas circunstancias reducen al mínimo sus alternativas.

¿Es solo un tema de oferta y demanda?

Si contrastamos las necesidades de los ciudadanos con el tipo de productos que se ofrecen para satisfacerlas, podríamos decir que, en un mercado estable, en el que productos como una botella de agua tienen alta demanda y oferta como respuesta, sus precios son bastante bajos. Pero si estamos en medio de un huracán o una inundación que han contaminado el agua potable, de un momento a otro –por la ley de oferta y demanda- su precio tendería a subir. Igual puede suceder con productos con un alto grado de innovación como los ARV durante la pandemia global de VIH-SIDA.

Sea que produzcamos algo tan básico como agua embotellada o tan sofisticado como vacunas, ¿qué podemos y queremos hacer cuando nos vemos afectados por una crisis humanitaria? En medio de una pandemia como el COVID-19, donde la demanda por productos de primera necesidad es altísima y hay escasez notable en los canales tradicionales, ¿cuál debe ser el precio justo por un tapabocas, un gel antibacterial o una bolsa de arroz, cuando han alcanzado un valor nunca antes visto por una coyuntura atípica?

La respuesta dependerá de cómo cada empresario se plantee el problema y de si lo que pretende es buscar dónde y cómo puede 1) agregar más valor en beneficio de la sociedad o 2) extraer mayor valor en beneficio de sus propietarios.

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Es difícil mantenerse saludable cuando todos alrededor están enfermos; y eso cuenta para cada uno de nosotros y para cada empresa en esta coyuntura. No es el momento de ver toda esta coyuntura solo con el filtro de un lente económico y un lente legal, navegando los límites normativos que nos dicen qué líneas no debemos cruzar. Falta considerar un lente ético que, más que fijarnos restricciones como la ley, nos invita a expandirnos como seres humanos y como ciudadanos para ser una mejor versión de nosotros mismos, actuando de una forma diferente: desde el agradecimiento por lo que tenemos y la generosidad de lo que podemos dar a quienes no tienen lo mínimo para sobrevivir. Aun así, habrá algunos –como los que nos indignan en redes sociales por su irresponsabilidad- mostrarán lo peor de su ser.

¿Quiénes pueden contribuir más? ¿Qué criterio usar para actuar responsablemente?

Volver a la filosofía siempre da una luz diferente a estos problemas. Aristóteles decía que con respecto a dinero hay una virtud clave que es la generosidad, pero hay otras que involucran a quienes más recursos tienen. “La magnanimidad es la virtud relativa al uso de las riquezas, que supone la generosidad, pero en función de las obras a gran escala, y concebida como un gasto grande y oportuno en una cierta obra y en determinadas circunstancias, que obliga a quienes cuentan con recursos extraordinarios, y donde, en todo caso, el resultado y el esplendor de la obra deben ser dignos del gasto (magnificencia) y la pretensión de quien la hace debe ser conforme al mérito (magnanimidad)”. Lo más virtuoso es, como siempre, el término medio, la esplendidez (pues el hombre espléndido difiere del generoso: el primero maneja grandes sumas, el segundo pequeñas); un exceso es el derroche sin gusto y la vulgaridad; y un defecto es la mezquindad. Estas disposiciones son distintas de las que se refieren a la generosidad”.

Y añade el filósofo: “Sería vulgar quien haga grandes gastos para pequeñas obras con un brillo fuera de tono o para exhibir su riqueza, pensando que por eso se le admira. Asimismo, sería mezquino quien en todo esto se quede corto y –después de hacer muchos gastos- los arruina por pequeñeces, siempre pensando en gastar lo menos posible y de paso lamentándolo y creyendo haber hecho más de lo que en realidad hizo. De esta forma, solo quien purifique su intención al máximo y tienda al justo medio en todos los campos podrá ser magnánimo”.

De lo que concluye Aristóteles podemos tomar algo que debe inspirarnos: dar dinero y gastarlo –así como sentir ira- es fácil para cualquiera, pero darlo a quien debe darse, en la cuantía justa y en el momento oportuno, y por la razón y de la manera debidas, ya no está al alcance de todos ni es cosa fácil.

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